28 de enero de 2009

Fui cobarde

y estuve sola.

Anoche llegué a ese recinto cómodo y vacío donde se encuentra hospedada mi almohada. Observé lentamente todo a mi alrededor, como si fuera la primera vez que estuviera ahí. La ropa del closet aparentaba indiferencia impersonal; la maleta, siempre a la vista, parecía ansiosa por salir a pasear. Miré lo demás desde el escritorio y decidí que mejor me calmaba, que la repentina sensación de vacío era pasajera, que a todo el mundo le daban ganas de salir corriendo a veces, pero que se arreglaba con una ducha fría y un buen lápiz para desahogarse.

Me quedé medio dormida con el lápiz en la mano, tumbada sobre el cuaderno, muy incómoda en la silla del escritorio... me quedé dormida sin estar satisfecha. La tinta del lapicero sencillamente no era suficiente. Los episodios de la semana se volvían pesados y grises y me olvidaba de lo bonita que es en realidad mi vida... me olvidaba, me perdía... y lo peor, estaba semiconciente, completamente segura de lo estúpido que era pensarlo.

Esta mañana empezó un día extraño, con una taza -enorme- de café en la mano, con audífonos para aislarme de vidas paralelas, con la certeza de que era necesaria una escapadita a algún lugar familiar. Y heme aquí, contando una historia que pocos leerían, y que tal vez por eso me atrevo a escribir. Un lugar familiar... entonces cogí mis botas de siete leguas.

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