23 de junio de 2010

Ella vuelve

negra, vistiendo un velo sin luna ni estrellas. Yo salgo a su encuentro, con una red para cazar poemas.

14 de junio de 2010

Etéreo

Mi alma habitante del silencio
vuela despojada de la razón ahora.
Se eleva de mi materia en palabras tintineantes
y yo te invoco
desposeída ante cada gota 
cuando alucino con tu piel húmeda.
Así tu esencia me devuelve al cuerpo
pudiendo atraparte en un suspiro de agua
Sumergida en tus labios de niebla
sostengo el aliento para no perderte
asfixiándome en tu fantasma, pulmones líquidos
...mas te escapas.

5 de junio de 2010

Dos minutos

El único sonido que se abría paso a través del aire era el de su respiración. Aunque para  él los latidos extenuantes en su pecho lo llenaban todo, se extendían hasta las yemas de sus dedos inquietos sobre el volante. Perdía el aliento cada tanto, por el esfuerzo que hacía para apartar la vista hacia la luz del semáforo, las nubes grises, el neón parpadeante de algún anuncio... Sus ojos, o su mente, sencillamente se resistía a dejar de mirar ese brillante anillo de bodas; sus pensamientos danzaban al rededor de aquellos destellos, cruzándose y perdiéndose en ciclos dubitantes. A pesar del estupor, su mano derecha se movió hacia el costado del volante para asir suavemente un llavero que colgaba de allí sin inmutarse de nada. Lo apretó un poco, queriendo robarse su temperatura. El sonido de las llaves lo devolvió un instante a la conciencia, porque intentó secarse el sudor frío en su frente y observó en el espejo sus ojos rojos, su labio inferior tembloroso. Soltó el llavero y tomó la llave para girarla. El celular empezó a sonar antes de que pudiera decidirse a hacerlo. Fijó la mirada en él. Sonaba y vibraba como para sacudirse las ocasionales gotas que le caían encima. Entonces el dedo anillado se movió un poco. Horrorizado, el hombre contempló el movimiento en la mano de mujer y soltó las llaves.

Estaba viva. Yacía tendida sobré el capó del automóvil, con su mano pequeña (y su hermoso anillo) queriendo coger el teléfono, que daba saltitos cerca del parabrisas salpicado.

El hombre sintió cómo la sangre abandonaba sus pies y manos para acumularse, rápida, en su órgano vital, haciendo que éste se hinchara más de lo que podía soportar. Miró en todas direcciones, tal vez buscando indicios de algún testigo ocasional en aquella escena nocturna. El celular dejó de sonar. Una esfera cistalina estalló en el dorado de la alianza antes de que esta cayera, seguida del resto del cuerpo, al asfalto negro,  junto a la motocicleta volcada, al tiempo que el automóvil retrocedía y luego viraba en las esquina precipitadamente, para perderse en la noche.